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Como te digo, ya no confío en la tele.

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La tele antes era el medio más importante para informarse sobre la vida, sobre lo que pasaba en cualquier rincón del mundo, para entender la política y muchas otras cosas. Era una fuente de referencia, algo casi sagrado. Pero desde la pandemia, siento que todo cambió. Ya no se informa con objetividad, ahora se opina. Todo se cuenta a través del filtro personal de quien lo dice, no desde la imparcialidad. Y eso, aunque no lo parezca, afecta mucho.
Antes había periodistas que hablaban de política y no sabías cuáles eran sus ideales. Hoy en día, en cuanto los escuchas dos minutos, ya sabes a quién votan. Lo ves en cómo defienden o atacan al gobierno, en el tono, en las palabras que eligen, en lo que omiten. Da igual el tema: si llueve es culpa del gobierno, si hace calor, también. Hemos llegado a un punto en el que todo es blanco o negro, cuando la vida real es gris.
La pandemia dejó más huellas de las que creemos. El encierro, el miedo, la incertidumbre… mucha gente se quedó sola, y eso hace estragos. Nos hemos vuelto más extremos, más impacientes, menos empáticos. Y en medio de todo eso, los medios dejaron de ser un refugio y se convirtieron en otro campo de batalla. Todo el mundo quiere tener razón, todo el mundo quiere tener la última palabra.
Yo creo que necesitamos parar. Pero parar de verdad. Respirar, desconectar, pensar, aunque sea durante dos semanas. No tres meses, no un año, solo el tiempo suficiente para mirar alrededor y decir: “todo está bien”. Vamos tan rápido que no nos damos cuenta de lo que nos estamos perdiendo. Vivimos en una carrera que no sabemos ni por qué corremos. Y eso, quizá, es lo más peligroso.
A veces es mejor parar que seguir sin frenos.

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