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La telebasura del siglo XXI

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La televisión actual española atraviesa un momento de profunda contradicción: por un lado, se enfrenta a una crisis de relevancia ante el empuje de las plataformas de streaming; por otro, sigue siendo un reflejo social poderoso que, lamentablemente, parece haber renunciado a gran parte de su potencial crítico y creativo. Hoy, la parrilla televisiva está saturada de contenidos clónicos, realities vacíos y tertulias ruidosas donde prima el espectáculo sobre el análisis.

Los canales generalistas han optado por fórmulas fáciles y repetitivas. Programas como Sálvame —ya extinto, pero con herederos espirituales— o El Chiringuito de Jugones representan una televisión de bajo coste emocional: apelan al morbo, al grito y al conflicto sin ofrecer una narrativa que enriquezca cultural o emocionalmente al espectador. La información ha cedido terreno a la opinión, y el debate se ha convertido en una coreografía ensayada de enfrentamientos estériles.

Por otra parte, las series de producción nacional han demostrado que existe talento y capacidad para competir a nivel internacional —ahí están La Casa de Papel o Veneno—, pero estos logros surgen más desde la excepción que desde la norma. La ficción televisiva sigue sufriendo los efectos de una industria que prioriza la rapidez sobre la calidad, y los guiones muchas veces naufragan en clichés o en una búsqueda desesperada de lo viral.

Lo más preocupante, sin embargo, es el abandono progresivo del servicio público. RTVE, que debería marcar un estándar ético y cultural, se ve atrapada en dinámicas partidistas y decisiones editoriales cuestionables. Programas culturales, de investigación o de autor tienen cada vez menos espacio, desplazados por formatos que buscan audiencia fácil sin preguntarse por su impacto social.

Frente a este panorama, la televisión española necesita reinventarse con valentía. Debe recuperar la ambición narrativa, apostar por la diversidad de voces y revalorizar la inteligencia del espectador. Hay una audiencia que exige más, que no se conforma con el ruido ni la superficialidad. La televisión, aún con todos sus defectos, sigue teniendo el poder de construir imaginarios colectivos. Lo triste es que, por ahora, ha preferido contribuir al empobrecimiento cultural antes que asumir su responsabilidad como medio influyente. Mientras siga primando el algoritmo del escándalo sobre el compromiso con la calidad, la televisión española seguirá perdiendo no solo espectadores, sino también relevancia.

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